Todos se han ido a otro planeta

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día

ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos
detiene una duda: ¿dónde vamos? Resulta que no lo sabemos.
Una bruma desconsoladora nos envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y
las lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos.
Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo
así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro
planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo
punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café
hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro.
Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué
será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la
compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la
receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío.

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos
días en que los pequeños y apurados planes que hace
cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, para salvarse del
vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía
enamorar había faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la
hora de ir al cine a ver una película del Indio Fernández. En
el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así
como las grandes calamidades se desatan simultáneamente, esas
minúsculas que cercan a los hombres a determinada hora y hacen
también su daño, se habían desatado contra Epigmenio.
En ese momento, se sentía el único habitante sobre la
tierra.

Esta sensación no es nada grata. Si se carece de
imaginación o se la posee en exceso, lo más fácil es
resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en la
más cercana y tomar algo fuerte. Ante el bar, con un pie en el
"estribo", Epigmenio se puso a pensar. ¿Había
perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas precisamente frente a
la barra de una cantina, lo inevitable es que pida otra copa. Y que se siga
con una docena. Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha
salvado inesperadamente no se sabe por qué milagros del alcohol. Se
siente feliz en la tierra y la ve poblada otra vez por sus habitantes, sus
esperanzas, sus alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesantes
seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una ternura inusitada por
el cantinero, todas las mujeres se convierten en fáciles amores.
Así son a veces las penas humanas. Lo grave para Epigmenio fue que a
la duodécima copa se sintió más solo. Y un hombre que
se siente solo después de haber bebido doce copas y ya frente a la
decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está
verdaderamente solo.

Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es una
revelación, como la urticaria. Uno está muy bien. De repente,
hay una comezón terrible en toda la piel. Es la urticaria que
brotó por cualquier secreta alergia. Así la soledad. Uno ni
siquiera la supone. Se vive, sé es, a pesar de todo, más o
menos feliz. Pero un minuto, un instante, porque faltó una chica a
la cita, porque no se pudo ir al cine, porque no se encontró a
ningún amigo en el café, y ¡ahí está la
soledad! Y tan inútil como rascarse, cuando la urticaria, sin que se
calme, así la soledad: la escarba uno creyendo que es pura
imaginación y se exacerba. Ya será difícil que se
ahuyente. Epigmenio comprendió: no se sentía solo, estaba
solo.

La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue dolorosa.
Para escapar de su daño, Epigmenio intentó buscar
compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el mundo.
Creía que no tendría arriba de dos horas en la cantina. Pero
las barras de las cantinas comprueban la teoría de la relatividad:
cuando pudo descifrar el reloj, calculó que habían
transcurrido cerca de tres horas. Era más de la medianoche. A esa
hora, un hombre con trece copas que descubre su soledad y busca
compañía, si es soltero, por lo general nada más tiene
un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio salió de La
Mundial y enfiló hacia el Waikiki.

Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces
no por sentirse solo, sino porque deseaba a una muchacha. Usted sabe: esas
cosas inevitables que han creado muchachas que van a los cabarets para que
las inviten los clientes. La muchacha que Epigmenio invitó esa
pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita.
Además, capaz de dar algo que no debe esperarse: un poco de ternura.
Y mostró hacia Epigmenio una cálida simpatía. Y otras
cosas que no hay que decir, porque resultarían indiscretas.

Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo
sabe, hay muchas mesas y, alrededor de ellas, esperando a un
anfitrión ideal, las muchachas. Las malas muchachas, como hay que
nombrarlas para diferenciarlas de esas conocidas como las buenas muchachas.
Las malas se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por cada copa
que toman, la casa les da una "ficha". Cada "ficha"
vale un peso cincuenta centavos. (Creo que ante la carestía de la
vida, también las fichas están revalorizadas.) Cuanto
más las invitan, más "fichas" obtienen.
Consecuentemente, más dinero. A ellas les gusta, naturalmente, que
quien las invite les convide muchos tragos. Por otro lado, pueden gustarle
al cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la muchacha no le
interesa más que el negocio, acepta ir por un rato. Si el cliente le
gusta o se gana su simpatía, puede quedarse dormida hasta el otro
día. Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta. Todo esto es
muy variable. Habría que hablar mucho sobre ello. Si alguna vez
usted y yo podemos ir juntos a un lugar de ésos, allí, frente
a una mesa, podremos platicar largamente del asunto.

Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas empeoraron.
Aquello estaba poco concurrido. Nada más unas cuantas parejas
perdidas entre tanta mesa. Las mesas están frente a la pista, donde
se baila, todas con un albo mantel y cuatro sillas bien acomodadas.
Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro. Solo. Apoyó el
codo sobre la mesa y la cara sobre la mano, tratando de que sus miradas
pudieran adivinar si lo que aparecía ante ellas era un objeto o una
persona. Y si era persona, si tenía la forma de Sylvia. Sylvia, la
muchacha que había aceptado su invitación hacía cuatro
noches y se había dormido hasta el día siguiente. La
recordó, concentrándose. La concentración se
convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si ella estaba
allí y aceptaba otra invitación, dejaría de sentirse
solo. Con la presencia de Sylvia volvería el mundo a poblarse. Pero
no podía concretarla entre las formas desdibujadas de esta o aquella
muchacha cuyos contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir,
ante sus ojos miopes por el alcohol, una identidad, un nombre, una
esperanza.

El señor que atiende el cabaret y que dirige a los meseros como
hábil estratego, amablemente se acercó a preguntarle
qué deseaba. Es un señor muy diligente que va y que viene,
incansable, arreglando que ningún mantel esté fuera de centro
y que las sillas estén en su sitio. Debe haber supuesto que algo
grave le ocurría a Epigmenio, porque le hizo la pregunta con cordial
simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no acertó a
decirle que quería una muchacha y que esa muchacha debería
ser exactamente Sylvia. Y que si Sylvia no estaba, él daría
cualquier cosa por encontrarla. Y que si no la encontraba, podría
suceder una catástrofe: que no volviera la gente a la tierra. Y que
entonces querría no una copa, sino una botella. Por eso, Epigmenio
no pudo decir nada. El señor, con mucha experiencia, le
aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró que era una
invitación suya.

La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de
"píntame de colores, para que me digan Supermán".
Las pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales -se nos
olvidaba precisar que lateralmente, empotrados en la pared, hay esos
gabinetes abiertos- principiaron el baile, deslizándose por la pista
o desbocándose por ella. Según los temperamentos, claro. De
pronto, como una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió el
rostro de Sylvia por sobre el hombro del caballero que la apretujaba.
Sylvia también lo vio y respondió a su mirada con otra
indefinible. Podría decir "por qué no has venido",
"por qué no me avisaste que vendrías" o "me da
igual que hayas venido".

Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con otro
caballero, lo seguro es que no podría venir con él. Las
pequeñas calamidades continuaban aglomerándose. Cuando
cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por su
compañero hasta un gabinete. Y cómo se sentaba muy cerquita
de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez repitiéndole las
mismas palabras que el propio Epigmenio dejara caer la otra vez en los
oídos de Sylvia. No había duda: la debía estar
invitando a ir a dormir. Y esa invitación, no hecha por él,
era toda una pena. Una pena honda. Una pena de ésas que en un
descuido dan de qué hablar.

Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba.
¿Habría aceptado? Vio cómo llegaba hasta el mostrador,
visible desde su mesa, donde les cambian las "fichas" al irse.
Como algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe
qué víscera, Epigmenio dejó de ver a Sylvia.
Clavó los ojos sobre la pista y se sintió el más
desgraciado de los hombres. Esa desgracia implicaba la sensación de
que Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes ojos abiertos y su
boca carnosa, con su blusa blanca muy escotada y sus cabellos sueltos. No
pudo evitarlo: recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio
estuvo seguro de que daría cualquier cosa por tenerla a su lado, que
haría cualquier cosa porque se fuera con él.

Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba
esperándola. El tipo que se iba a dormir con ella. Había un
trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia estaba
comprometida. Y él sabía que ese compromiso es como el aval
de una letra de cambio. Quién sabe por qué, pero Epigmenio
pensó: "La soledad es un desierto. Soy un cactus en ese
desierto."

¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba
hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia? Sí, Sylvia
venía hacia su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no
quedaba más que el disimulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya
junto a él. Sin decirle nada, se inclinó un poco y le dio un
beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba
saliendo ya, con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso,
cálido, lleno de ternura, infalsificable. Decididamente, un beso con
magia. El beso espontáneo de una mala muchacha llamada Sylvia. Un
beso que había logrado de pronto que todas las gentes regresaran a
la tierra del paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra vez por
millones de hombres, por animales, por casas. Por risas y lágrimas.
Por todo eso que es la vida.



Edmundo Valadés



La muerte tiene permiso, Fondo de Cultura Económica, México,
1985.

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